La primera vez que vi un blemia fue mientras leía Baudolino, de Umberto Eco. Apareció entre otras criaturas míticas –un esciópodo, un sátiro, un panocio–, como parte de la fauna que poblaba los territorios desconocidos por los que habría pasado el Preste Juan, y que ya tendría que recorrer el mismísimo Baudolino. El blemia era sorprendente: se trataba de un cuerpo desnudo, con brazos y piernas, sin cabeza, y con el rostro, inmenso, en todo el torso. Un ser imposible, pero, a ojos de Baudolino y de la gente del medioevo, real.
Nuestra herencia cultural está plagada de estas criaturas, y, por lo tanto, llena de fantasía. Y el hecho de que el blemia haya sido considerado una criatura real durante siglos, solo demuestra que durante siglos fue real. La fantasía del blemia y la realidad del hambre convivieron en un mismo plano durante tanto tiempo, que, juntos, formaron los sedimentos de nuestra civilización.
Ha llegado la hora de reivindicar la fantasía. Cada luna, nueva y llena, Blemia llegará a sus correos con breves ensayos sobre el género, todos al acecho de dos preguntas que llevan años haciéndome reflexionar: ¿en qué momento la fantasía fue degradada a una categoría (casi) insustancial dentro de la literatura? ¿Cómo podemos rescatarla y restituirle el sitial que merece?
Sobre eso estaremos pensando, debatiendo y creando, solos o en comunidad, en un lugar de la Mancha, en un agujero en el suelo o en una galaxia muy, muy lejana, partiendo de allá, siempre a mitad del camino de la vida.